martes, 26 de marzo de 2013

Viajes alrededor de uno mismo

Agustín (¿en estos tiempos de tanto fervor católico debería decir San Agustin?), el filósofo autor de las Confesiones, nació en Africa del norte a mediados del siglo IV. Antes de convertirse al catolicismo y mucho antes de ser santo fue maniqueo, es decir: creía que la naturaleza humana está regida por dos fuerzas irreductibles, el bien y el mal. Antes de convertirse en santo y mucho antes de ser católico, encarnó los impulsos de ambas fuerzas. 

Fue amante promiscuo, padre soltero, bebedor, hedonista y no se privó de placer alguno. "Llegué a Cartago y por todas partes crepitaba en torno mio un hervidero de amores materiales. Todavía no amaba, pero amaba amar... Amar y ser amado eran las cosas más dulces , sobre todo si podría gozar del cuerpo mi amante oscurecido en los vapores ácidos de la lujuria...Caí también en el amor que deseaba ser cogido." Se lo pasaba bien, se entiende, en todos los mostradores del pensamiento.

Por azar, por virtud, por sabiduría, reflexión y agotamiento,  llegó a la conclusión de que la belleza, el bien y la verdad van de la mano y se identifican en Dios. Al igual que Aristóteles, Voltaire y Leibniz, se planteó la cuestión de cómo la libertad humana  puede coexistir con la necesidad natural. Como Hume y Borges, se preguntó por la unidad del yo.  Su idea, semejante aunque mil años anterior a la  estos dos pensadores no ingleses,  respondió que está encerrada en las cadenas de la memoria. Cada uno de nosotros tiene un ángulo único sobre los episodios de su vida y cada uno de esos instantes contiene a los anteriores y a los subsiguientes, aunque no lo sepamos aun. El yo da la imagen sintética de esa eternidad breve y móvil que es el devenir de nuestras vidas.  

Hay momentos de la vida en que esta concepción parece inevitable. Momentos en los que a través nuestro, nos elevamos sobre nosotros mismos, para vernos  simultáneamente mirando a los que hemos sido y siendo vistos por ellos de forma unánime. No siempre es transparente esta armonía, este pequeño gesto que nos hace conscientes de nosotros mismos. Supongo que para algunos esta síntesis no tiene concierto y es un montón de miradas de decepción, traición e intrigas múltiples. Pero eso no pasa en la vida filosófica que es, por sobre todo, aceptación. 

Los mecanismos de la memoria son complejos y es necesaria la concurrencia de un conjunto de estímulos casuales para abrir una de esas ventanas horizontales a través de su tiempo. Quiero mencionar dos vinos  que recientemente hicieron  el milagro. Curiosamente, se trata de dos Malbec. El primero Terroir series Finca D. F. Sarmiento, Malbec 2009, frutal, estructurado, de buena acidez, pero sobre todo con una presencia de hierbas, de pasto y tierra mojada. En la primera nariz me impuso un partido de fútbol un domingo nublado con mis compañeros de colegio, la sensación táctil del pasto húmedo en mis piernas, su entrada en boca una carrera circular siete años más tarde bajo la lluvia nocturna con MNM, al agua fresca cayendo en mi cara, su final mis manos embarradas en el cantero de la escuela primaria en el que unas piedritas rojas sin valor eran rubíes, a todas mis siestas. Una maravilla de vino. El otro, el Grand Vin 2006, Malbec -Cabernet Sauvignon -Merlot, de Fabre Montmayou, resultó incluso más interesante, un paseo por un campo de violetas, un momento sencillo, pero con el detalle lúcido y patente de las imágenes  que nos impresionan en los sueños una vez despiertos. Pude recorrerlo, tuve que hacerlo, no sólo con la mirada sino con cada uno de mis otros cuatro sentidos. Sé que en ese campo no estaba solo. Sé que nunca estuve todavía en un campo de violetas, pero ya vendrá. Me estaré esperando.